Esa tarde llegué al hospital. Venía feliz porque iba a hacer algo porque el mundo fuera mejor. Me había enrolado en una organización que trabajaba con personas que Viven y Conviven con el VIH y SIDA.
Llevaba una mochila, y adentro traía esperanza, sueños, y alegría para contagiarlos. Creía que iba ayudar a los demás, que iba a decirles que, aún a pesar de la enfermedad, había vida.
Cuando entré al pabellón de VIH y SIDA, traía una sonrisa que opacaba mi miedo. Miedo a lo desconocido, a la enfermedad, a todo aquello que me contaron cuando era más chico sobre la misma. Creía saber mucho de ella y al cruzar esa puerta me di cuenta que no sabia nada.
Y vi mucho dolor. Eran sólo dos camas las que estaban ocupadas: Un hombre joven de unos 25 años y en la cama siguiente una mujer de 45 años, acompañada de unos jóvenes.
Me acerqué al primer hombre, se llamaba Pedro. Le pregunté si lo podía acompañar un rato y le platiqué, con mucho ánimo, que venia a ayudarlo. El simplemente me miró, y no pudo ni sonreír. Su cuerpo, lastimado profundamente por la enfermedad, me dejó claro que no era el momento de risas tontas. Estaba extremadamente delgado, y conectado a una sonda. No podía hablar pero yo quise seguir ahí. Me dejó ser testigo de cómo le daban la medicina y lo ayudé a comer. Yo quería darle esperanza, decirle que sí es posible recuperarse. El simplemente me veía. Lo acompañé en silencio, de esos silencios en los que sólo percibes la respiración, pero en el que no es necesario decir palabras. Yo seguí a su lado, paciente, pero poco a poco fui sintiendo desesperación: ¿Qué hago por él, Señor? Y estoy seguro que Dios me respondió que lo acompañara. ¿Era necesario decir algo? Me preguntaba a mi mismo, y Pedro seguía ahí, inmóvil, pero vivo, luchando por seguir vivo.
Me pasé a la cama de al lado y volví a repetir el rito, me acerqué y le pedí permiso para acompañarla. Ella se llamaba Lucía, la acompañaba un hijo y una prima. Ellos platicaron mucho conmigo, me contaron que eran de un pueblo cercano a Guadalajara, que se estaban quedando en un albergue. Me dijeron que su madre, esa mujer que estaba acostada tenía ya 2 años diagnosticada, pero que en el rancho era difícil llevar la enfermedad. La gente hablaba, y a ellos les dolía. Me explicaron que su padre había muerto de la misma enfermedad; que había ido al norte a buscar mejores oportunidades; que se iba para enviarles dólares, para que fuera más fácil su vida. Y cuando regresó, además de traer dinero, traía VIH. Él no lo sabía y la infectó. No estaban resentidos con su padre, sino con la sociedad. A los pobres muchas veces les llega la enfermedad porque tienen que hacer algo para que sus hijos coman; tienen que despedirse de quienes los aman para buscar una mejor calidad de vida, y tienen que enfrentarse a la soledad.
¿De quien es la culpa? Le preguntaba a Dios… Y como una brisa de mar, tierna, como quien no recrimina, simplemente sentí que me contestó: De todos, porque no quieren vivir como hermanos. Tenía razón; es muy fácil decir que la gente se cuide, es muy fácil creer que no me va a pasar a mí, que nosotros sí seremos precavidos. Pero no es tan simple. Nadie tiene derecho a juzgar a quien vive con VIH y SIDA, porque la sociedad, no quiere hacerse cargo de su gente; porque el gobierno no busca medios para que tengamos una vida digna en México, simplemente se la pasan peleando para ver quien tiene más votos o quien pasa la reforma primero.
Y recordé que en mi mochila traía mi esperanza, mi sueño, mi deseo de ayudar, la abrí para sacarlos, como quien quiere desenvainar una espada, pero ya no estaban. Sentía dolor, no tristeza, porque el primero sí me ayuda a hacer algo por los demás y lo segundo es cuando uno se echa a morir.
Me despedí de Lucia, de su hijo y de su prima. Cuando emprendía la retirada, el hijo me dijo: GRACIAS. ¿Yo me preguntaba? ¿De qué? Si no hice nada. Y él, al reconocer mi cara de asombro, me dijo: por no voltear la cara, por venir a un lugar donde parece que no caben las sonrisas. Y Lucía, esa mujer que estaba atada a esa cama, me sonrió, me regaló, con su mirada, su esperanza.
Al continuar en mí salida del pabellón, voltee a ver a Pedro, él simplemente con sus ojos, me dijo en silencio: Regresa otro sábado, pero no vengas creyendo que nos vas a ayudar, primero aprende del dolor, aprende de mi deseo de seguir viviendo.
Y el día tuvo más luz y se hizo más claro. La esperanza, los sueños y los deseos, brotaron de sus manos y me dijeron cómo se espera, cómo se sueña y cómo se desea en medio del dolor.
Hoy sé, que no se vale querer decirles cómo vivir la enfermedad, sino que ellos nos enseñan a vivir; que la esperanza no existe así nomás, sola, sino que ellos la transmiten con su deseo de seguir viviendo, de seguir amando.
Me despedí de los enfermeros y al salir, me di cuenta que corrían lágrimas por mis mejillas. Dios estaba ahí y nos daba su amor. Por eso a quien escuche o lea esto, le ruego que no les voltee la cara, que no vaya a creer que los va a ayudar, sino que se acerque al hospital y aprenda cómo, acompañar, es mucho más que querer dar lecciones de moralidad. Que aprenda que ser humano tiene dolor y alegría, sueños y fracasos, esperanzas y desolaciones. Pero que siempre, siempre, gana el amor, que es más fuerte que todo, porque El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasará jamás[1].
Trabajar con Personas que Viven y Conviven con el VIH y SIDA es amar y es aprender de la lucha humana para que la vida sea mucho más que sobrevivir.
Homero Apodaca, SJ.
Mayo de 2008.
[1] Cr 13, 4.